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Ya huele a tamal


No se si se acuerdan de los tamales de la abuela; yo sí, por lo que entre remembranzas les quiero contar esta historia, para ir preparando nuestra pronta llegada a la Navidad. Así que, en esta historia desde el trapiche de hoy, les quiero contar, ¿cómo se vivía la navidad en los pueblos rurales de Grecia, mi bello Cantón, allá por los años setenta del siglo pasado? Los personajes son reales, aunque las historias son un poco de todo, verdad e imaginación, pero como les he dicho en otros cuentos, así fue como me los contaron o cómo yo lo recuerdo, la verdad, ¿quién sabe como fue? o ¿cómo habrá sido?, pero que importa, no les parece.

Desde El Trapiche: Ya huele a Tamal

Es un poco temprano en la mañana, el roció de la madrugada ha dejado casi toda la ventana de la cocina con una escarcha que parece hielo, seguro que bajó la temperatura, a por lo menos 15 grados, o menos dice mi hermana, que se abriga con un viejo chaleco de lana. Casi todo está en silencio, sólo se escucha, alguno que otro gallo tempranero en el vecindario, ¿es que quieren dejar claro quién manda en el patio desde muy temprano?, no vaya a ser que aparezca “el chompolón” del vecino, a querer hacer mesa gallega con sus “cuijenes”.



En el fondo, el pinto, un perro grande de orejas largas y cuerpo alargado, bueno para los zorros, ya empieza a moverse como queriendo despertarse, pero claro, apenas empieza a aclarar, tardará al menos media hora en que salga el sol de verdad. Cierto, que bonito el color de la madrugada, la siluetas de las montañas del Poás y, en el fondo, como queriendo alardear, las grandes torres del Volcán Irazú, por dónde ya se logra divisar, unos pequeños rayos de luz tempranera, advirtiendo que viene en serio un nuevo día, esos hermosos días de diciembre, en que como dicen en el campo, ya huela a tamal.

Es domingo, por lo que no será necesario levantarse tan temprano, sin embargo, como casi todos los domingos, mi papá sale temprano con los perros, ¡que raro!, hoy parece que no va a salir, es como una estrella en el cielo, diría mi madre. Era una vieja tradición de salir a cazar en el monte, que si bien puede sonar un tanto extraña para los chicos modernos de hoy, se trataba muchas veces de la única carne que se comía en las familias rurales, en aquel entonces. El conejo, el tepezcuintle y una que otra vez, cuando la caza era grande, el venado; eran parte de la dieta de los costarricenses de la época, al menos por lo que yo recuerdo y me han contado, en los pueblos rurales del Valle Central. La verdad se trataba de una caminata larga y llena de aventuras, cruzando quebradas y ríos, haciendo pequeños descansos para comer naranjas, mandarinas y bananos, un pedazo de dulce de tapa o de sobado, de la molienda del sábado y por supuesto, una larga conversa con los amigos que comúnmente se reunían de tres o cuatro, cada vez.

Hablábamos poco, pero sustantivo, como debiera de ser la forma de hablar de algunos que se dicen políticos hoy en día. Mi padre salía con su jícara de agua, por lo general de un litro o litro y medio. No se si las conocen, son los famosos calabazos que se usan para llevar agua en el campo, son verdaderos termos de la naturaleza, si pones el agua bien fría, no importa si lo quieres tomar al medio día, con el calor del día, el agua siempre estará fresquita. Claro, todo eso era parte de la sabiduría popular y, era muy típico, en la Grecia rural de los años setentas. Colgado, un cuchillo largo, un poco más grande de lo costumbre, que se usa para cortar las ramas o para abrirse paso en la maleza, cuando por los azares del destino se requiere seguir a los perros en medio del monte. Zapatos altos, para evitar ser presa de una serpiente y eso sí, casi medio sobado o tapa de dulce, por aquello de tener suficiente energía para el trayecto y para endulzar la vida, como decía mi padre.


Mi madre, se levantó mas temprano de la cuenta, ya prácticamente acabó con el proceso de las tortillas y tiene listo el café, que rico, chorreado con agua caliente y apenas al tiempo, es decir, apenas el agua hierve en la cafetera, se pone un poquito de café molido en la bolsa y se chorrea o cuela, para dar un sabor único, ese que nos acostumbraba dar todos los días antes de salir a la escuela o el colegio. Yo no se ustedes, pero para mi un buen café, es como un buen amigo, siempre me acompaña. Con los años he aprendido a molerlo yo, como lo hacía mi abuelo, evitando que se pierda el sabor o que le metan “gato por liebre” al mezclar otros elementos como el azúcar o otras hiervas, en el café.

Hoy es, el primer domingo de diciembre y como todos los años, vamos a visitar a la abuela. Con sólo escuchar esa palabra, la casa fue otra. Se trataba de una vieja tradición familiar de, al menos una vez al año, ir a visitar a la abuela paterna, si a Doña Cuya, la mamá de papá, que si bien, tenía ya muchos hijos de su segundo matrimonio con Don Víctor, siempre se acordaba de sus nietos del sur y nos invitaba, a almorzar a San Isidro de Grecia, en los primeros días de diciembre de cada año. Esa era para nuestra familia, una clara señal de que empezaba la época navideña, claro la época mas feliz del año.



Éramos una retahíla de "carajillos", seguidos uno o uno y medio años uno de otro. Nos montábamos al bus en el Centro, como se acostumbra decirle al lugar donde está la Escuela o la Iglesia en los pueblos, de ahí nos bajaba el autobús en la recta a San Isidro, unos dos kilómetros antes de llegar, por lo que caminábamos el resto de la distancia, los mas grandes al frente, cuidando los "wilas", que seguramente en aquella época fuimos mi hermano Víctor y yo, el güiro, hasta entonces, cómo se le dice en el campo al menor de la casa.

Mi abuela hacía unos tamales medio sofisticados decía mi papá, ayudado por tía Sora, la menor de la casa y los "mamulones" solteros de la familia, era común que preparara unos tamales grandes con huevo duro, carne y muchas verduras. La carne no siempre de cerdo, podría ser pollo achotado o inclusive de algún bicho del monte, si para entonces no había mucho dinero o la cogida de café no estaba buena. El resultado era un tamal delicioso de maíz cascado y colado que sabía muy especial con la famosa salsa Lizano y claro, unos cuantos trucos de sabor popular. Se cocinaban en un fogón en la parte trasera de la galera, que acostumbraba tener en cada casa de campo para esquivar la leña, usada en las famosas cocinas blancas de aquel tiempo. Un corredor grande dónde se juntaban los hermanos de papá, buenos para la guitarra, la maraca y por supuesto, la cantada.


Después del almuerzo y el tamal, una tacita de delicia de piña recién salida de la cocina, calentita y claro, para chuparse los dedos. Qué rico? Jugaban un naipe, un bingo o simplemente la tertulia del año nos esperaba en el corredor de la casa, con aquel "vientito" navideño y ummm.... no faltaba un traguito de guaro con nances.... de contrabando, como el que hacía mi abuelo Lucas Alfaro, en sus buenos tiempos..., para completar la faena, por cierto, yo me perdí de eso, hasta muy entrado en los ochentas, dado que a los “wilas” de ese entonces, no se les daba licor en la casa.

Los primeros tamales de Diciembre saben a gloria, cuando son los de la abuelita, al menos así los recuerdo yo, !no les parece!. Así que para quienes quieren recordar esos tiempo, les dejo este pequeño cuento, tal ves les agrade y les lleve a su época de niños; o lo puedan contar, a su manera, a sus hijos o nietos del siglo XXI, no vaya a ser que perdamos esa linda tradición navideña costarricense.

Leiner Vargas Alfaro

Desde El Trapiche.

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