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Un viaje al Puerto

Como todos los años y ya muy adelantado el verano, las familias rurales del Occidente de San José alistan sus petacas, para su visita anual al puerto, como se le conoce en la región a Puntarenas, en el Pacífico Central del país. El viaje a Puntarenas es, desde muchos años atrás, una aventura esperada por todos, chiquillos y grandes, los que hasta el último día de la recolecta de café sueñan con ese domingo de febrero en que pueden finalmente mirar y chapotear en el Mar Pacífico, sí, allá en el Puerto.

Es temprano en la madrugada y ya los chiquillos no pueden dormir, tan solo pensar que en unas cuántas horas van a poder mirar la belleza del Mar Pacífico, pasar por las fruterias de Esparza y comerse un -churchil- bien cargado de leche en polvo, como les gusta a los ticos. Es pleno Febrero, los vientos suenan en las puertas de la entrada a la bodega, como si quisieran ingresar y llevarse todo a su paso y las hamacas del corredor de atrás, se balancean de un lado a otro, producto de aquel fenómeno del verano que se agita con el cambio de estación.

Se escucha ya a Doña Emilce en el fondo de la cocina, preparando las tortillas y el café; y uno a uno los hermanos se van despertando, claro, no falta una broma y uno que otro llanto, pero todos en final en fila india para el baño. Qué lindo es poder viajar en bus?, dice mi hermano, cuál de todos habrá contratado el patrón? -como se le dice en el campo al dueño de la finca o hacienda-.  De seguro nos manda -la carcacha- de Morales, replicó mi prima al fondo; y de una, todos para la cocina.

Luego de un baño de agua helada, una aguadulce y unas tortillas palmeadas, nos pusimos de camino al centro, dónde queda la plaza, la Escuela, la Iglesia Católica y la Pulpería Cantina, del distrito. Ese es el punto de encuentro dónde con detalle se nos ha dicho llegará el bus, a las 5 de la mañana. Uuy que frió que hace acá por la vuelta, le dice mi hermano menor a mi prima que ya casi no puede ver del viento que pasa y que le da vuelta a su cabello amarillo, como si quisiera llevársela. Chiquillo baboso, le dice mi prima, es que nunca se levanta temprano, eso no es nada, apure que no quiero que lleguen primero los cuitas, -como se le conoce en el pueblo a la familia Espinoza-. Esta costumbre de ponerse sobre nombres familiares es muy común en el campo y casi todas las familias grandes terminan por reconocerse en esos sobrenombres.



Que cosa, llegamos a las 5 en punto y ya son las 5:20 y no se asoma el bus, será que nos equivocamos de fecha, le dice mi tía a mi hermana. No, Don Virgilio dijo muy claro que era el domingo antes de las clases y ya mañana los -wilas- van para la Escuela, así que ni modo, nos toca esperar a la hora tica -se acostumbra entre 20 y 30 minutos de rezago en la llegada, muy normal entre los ticos-. Finalmente, se asoma el bus, una casadora amarilla de esas que se usan en -la United- para llevar a los chiquillos a la escuela, claro con refracciones hechas en el taller de Mula de Cuero y con uno que otro golpe, de tanto -trajinear- en las calles de Grecia. Así las cosas, vamos a irnos como a las 6 am, con una hora tarde, nos tocará llegar como a las 9 al Puerto, dice la mamá de Gerardo, Doña Ana, sonriente de que al menos, el paseo al Puerto ya no era pura paja, como el año anterior, que los dejaron vestidos y alborotados a todos.

Se llenó el bus, una casadora de 66 pasajeros, el chofer y un lugar de copiloto que se usa en los pueblos para el cobrador. Si, muchos años mi tío Rodrigo fungió de cobrador en una de esas casadoras, yendo y viniendo entre las personas que se montan y bajan por delante y por atrás del autobús. Una de esas profesiones que hoy con la tecnología ha quedado para el recuerdo, pero que fue de gran ayuda a las familias rurales que tenían que montar chiquillos, el diario y todo tipo de cosas, desde perros a gallinas, en el autobús. Pero bueno el chofer es un chico jóven, el menor de los Morales, que también le gusta la pachanga y que de seguro regresará con algunas chelas de más, dice mi prima, que acostumbraba tirarle palillos, -una forma de decir que le gustaba o le interesaba como pareja-,  a aquel pelirojo del pueblo.

Todos sentados y con la ilusión al tope, se inicia el viaje que empezaba a las 6 y que seguramente tardará hasta las 9 o 9 y 30 de la mañana. Qué conversadas se daban las abuelas, que se sentaban en las primeras filas para -vinear- y compartir las anécdotas de sus tiempos mozos, cuando en aquellos lugares no habían autos ni autobuses, solo carreta y bueyes. Es que claro, ahora todo es moderno le decía Doña Chepa a Doña Manuela, que cosas nosotras íbamos de chiquillas en tres días al Puerto con Abuelo Rufino, ahora con estos buses modernos, apenas tardamos tres horas. A los chiquillos nos tocaba la parte central del autobús y nos ponían siempre al lado del hermano mayor, advertido de que no dejara a ninguno saltar en los asientos o sacar las manos por la ventana. Detrás y como siempre, se sentaba la canalla, los mal portados y las parejillas de novios, que entre vuelta y vuelta se daban un besillo o una apretadilla, con algún despiste del suegro o de la suegra. La mayoría de los muchachos y muchachas conseguían novia en el cafetal, así que aquel viajesillo era común para completar la faena, si el suegro lo permitía por supuesto, casi era un hecho, el verano siguiente se casaban y seguro que van de Luna de Miel para Matalimón, un lugar muy cerca del Puerto, donde paraba el tren y se acostumbraba visitar de Luna de Miel, por los campesinos del Valle Central en la época.

Seguimos en el bus, camino al Puerto, pasando por el Puente del Colorado y ya tomando rumbo a San Ramón, ahora empieza a verse la neblina y los chiquillos reciben, el primer "estate quieto", ya van a ver si no se sosiegan se los lleva la zegua, una de esas tantas formas de asustar a los pequeños de aquel entonces y garantizar que no chistaran, a pesar de que de tanta vuelta y que ya a más de uno se le vino las tortillas y el aguadulce en el camino. Si, llegando al alto del molino, la primera parada, todos los que necesitan una refrescada o tomarse un cafecito, un chan y una empanada, aprovechen aquí, que ya mas adelante no paro, decía con humor el chofer, que cuando sonreía se le veía lo pícaro y le brillaba una corona de su dentadura, de esas que se usaban de oro amarillo de 12, producido en San Ramón y extraído de las minas de Abangares, esa hermosa tierra que se vislumbra al entrar a Puntarenas. Que rico, una empanada de queso y frijol a medio moler, un vaso de café con leche y uno queda listo para la mañana, le decía mi madre a su vecina Ana, que rico y está calientito y recién hecho, ahh al menos hoy nos nos tocará cocinar, dice sonriendo Ana a mi madre, que ciñe su frente en señal de alivio y aprobación.

Pasamos por la entrada a Esparza y el autobús levantó tal cantidad de polvo que eso parecía el desierto del Sahara, cuando los vientos hacen girar el polvo y no se mira a un metro de distancia, Las ultimas vueltas y estamos derecho en el Rió Barranca, aguas cristalinas que muestran la belleza de aquel entonces, una par de pozas al lado del puente, donde ya se miran decenas de chiquillos patalear y a la orilla, las familias ya hacen sus primeras sentadas para prepararse para el largo día domingo, último del verano de ese 1976.

Que bien, ya se siente el calorsito entrando a la angostura, una pequeña franja de tierra que divide el Estero de Puntarenas del Mar Pacífico. Uyyy chiquillos, ya vamos a pasar por el puente, así que un padre nuestro por los muertos, de aquel fatal accidente que se recuerda siempre que pasas por esa zona. El calor ya se hace insoportable, apenas llegamos y ya son casi 28 grados de temperatura, imagínese a las 12, cuando el sol pega de frente y directo en la playa del Puerto. Llegamos, ese es el sitio que el patrón alquiló le dice Enrique al Chofer, si ahí están los baños y una canasta de frutas grande que era el regalo o -la feria-, que le daban a las familias como recompensa por el esfuerzo de todo el verano en las cogidas de café. Dos canastos grandes llenos de frutas de todo tipo y algunas exóticas, que sólo se cosechan en la zona del Pacífico, tales como los marañones o los mangos largos, que son muy comunes en el Parque de Orotina y que precisamente, están de temporada en esa época de finales de Febrero. Imagínese, 66 pasajeros en casadora tres horas y llegamos al Puerto. Todos corriendo a cambiarnos. Ya se miran unos haciendo sus primeras faenas a las olas del mar pacífico, si, a la altura de mitad del Paseo de los Turistas,  donde dicen que el mar es mas quieto y tranquilo, ahí en el Puerto.



Que viaje mas cansado, pero que lindo es aquí. El cielo azul combina con el color verde claro del agua marina y se miran, en el horizonte, las islas de San Lucas y un par de islotes grandes del Golfo de Nicoya. Las palmeras se mueven haciendo que la brisa del Mar refresque aquel lugar, que sin duda alguna es reflejo de descanso y de alegría para todos los de mi generación. Todo tipo de gente viaja al Puerto en esas fechas, las familias mas adineradas se quedan en el hotel Velero y los más afortunados salen en el barco para el otro lado de la Península, dónde se dice que están hermosas playas y las tierras de Somosa, una hacienda gigantesca, propiedad del dictador nicaragüense de aquel entonces. Años después, esa hacienda conocida como El Murciélago, fue expropiada por el Gobierno de Carazo y se convirtió en lo que hoy es el Parque Nacional Guanacaste, una herencia sin duda de aquel mal recuerdo de los hermanos del norte.

Ya es hora de almorzar, botella de fresco de chan o naranjilla, huevo duro, picadillo de papa y por supuesto, una holla grande de arroz con pollo. Esa era la comida típica de las familias de aquel entonces. Los mas avispados también lo combinaban con una aguilita -como se le dice a la imperial, cerveza emblemática del país-. Que rico, los chiquillos estaban muertos del calor y de jugar con las olas del mar, así que aquel momento de almuerzo era tiempo para descansar y algunos hasta lograban dormir una siesta, si encontraban campo a la sombre de algún árbol, muy escasos en aquel entonces en la playa, si, ahí en el Puerto.



La tarde era para la mejenga grande, -así se le dice en los barrios a un partido de futbol improvisado-, ahí jugaban en equipos mixtos -hombres y mujeres- las diferentes calles de la comunidad a vuelta de turno, pierde sale le dice Alvaro a Rodolfo, definiendo así los equipos y los grupos que se turnan durante más de dos horas en la cancha improvisada, marcada en la Arena y con dos pipas a cada lado, definiendo los marcos donde se debería anotar los goles. Qué acaloradas disputas entre los Solís, los Herrera y los Vargas, de aquel entonces. Finalmente, el último partido y el desempate a penales, ya casi a oscuras y llenos de arena, bueno, el penal del desquite lo terminó metiendo Coca, con un somerendo disparo a la orilla y rastrero, de esos que acostumbraba el Zurdo Jiménez en la Liga, equipo preferido de mi familia, en aquel entonces. Ni modo, esa bola llevaba fuego, dice Lorenzo a Venaca, que definitivamente y con cierto cansancio dice, la mejenga se acabó.

La puesta de sol en el Puerto era señal de que el día se termina, pero es una belleza los celajes color naranja que se miran y el ver caer de aquel sol brillante, que se pierde en el horizonte del Mar. Tiempo para una caminadita en el paseo y comprarle algo a los chiquillos, le decía Enid a Jovina, una seńora que había quedado viuda y criado sola, a los seis hijos de Don Julio, aquel que se esbarrancó y perdió la vida allá en la calle camino a los Chorros. Si, un churchil, un bigorón y un cafecito con leche para las abuelas, así las cosas, junten los chuicas, que vamos de nuevo al bus de regreso al pueblo.



La espera es larga, porque algunos de los novios se han perdido, así que ya los comentarios van y vienen, vieron a julana con sutanito, que barbaridad, tan recatadita que parecía esa muchacha. Bueno, así es la vida, a todos les toca decía Josefa, la más vieja de las abuelas que nos acompañaba en aquel viaje de Febrero, si, el viaje al Puerto.

Dr. Leiner Vargas Alfaro
www.leinervargas.com 

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